PORQUE TODOS TENEMOS ANTOJOS

martes, 21 de agosto de 2012

Acalorados

Qué calor. Insoportable. Y el aire que no funciona.
Apenas llevo puesta mi ropa interior, pero con este clima, lo mínimo se transforma en demasiado.
Lleno un vaso grande de vidrio con jugo de naranja, le agrego vodka y mucho, mucho hielo.
Apago la lámpara de mi habitación y me quedo mirando las luces que quedaron colgadas 
del lado de adentro de la ventana desde las fiestas pasadas, que se prenden y se apagan.
Deseo que nunca se me vaya esa costumbre de mirar hipnotizada las luces navideñas.
Me siento en el piso y me apoyo en la pared sin dejar de mirarlas.
Qué placer tan infantil.
También pienso que soy feliz con muy poco, apenas mirando unas luces que se prenden y se apagan, se prenden y se apagan y este maldito calor que me ahoga y me excita.
Es raro que el calor me excite tanto. Pero me gusta verme en el reflejo de la ventana, iluminada intermitentemente, en bombacha y musculosa, con las piernas flexionadas, con el cuerpo apenas mojado de sudor, con un vaso en la mano, pensándote.  
Miro mis manos que son demasiado huesudas con dedos demasiado largos. Nunca fui muy proporcionada. Mi vida nunca lo fue tampoco. Eso es prolijo, supongo. 
No quiero prender el ventilador. Se rompería el encanto.
A vos también te gustaría mirar las lucecitas conmigo, tomar de mi vaso y espiarme en el reflejo del vidrio, pienso.
Tomo un trago largo y atrapo un hielo con la boca. Juego con el cubo que se resbala en mi lengua. Lo subo, lo bajo, siento como se derrite. Lo clavo en una muela filosa, lo aplasto. Y no dejo de pensar en vos.
Qué calor. Y como te extraño. Insoportables, el calor y el extrañarte.
Me pongo el vaso frío entre las tetas y sigo pensando. Maldito hábito inmanejable.
Quisiera que estuvieras aquí… ah, pero eso ya lo había pensado.
Pero lo pienso de nuevo, de manera intermitente, como las luces que tanto me gustan.
Ah, claro… eso también ya lo dije.
Deslizo el vaso hasta mi ombligo y me da un escalofrío. Lo levanto, miro a trasluz el líquido y las gotas que se condensan contra el vidrio y lo mojan.
Lo bajo de nuevo mientras apuesto mentalmente que si esa gota que se desliza por el vaso cae justo sobre el pequeño lunar que escolta mi ombligo, te voy a decir que te quiero, que te necesito, que sos sólo vos.
Se desliza, está por caer, se detiene en el borde inferior del vaso. Se infla. Cae.
Jamás podrían acusarme de no haberlo intentado.



martes, 5 de junio de 2012

Invierno

"Breve licor con una gota de mi eterna sangre,

para que me lleves siempre por dentro.

Cálida, fría, quemante, amante".
 
Las bebidas blancas me gustan con hielo.
Con mucho y fresco hielo.
Claro que la urgencia no me dejó ir hasta la heladera.
Qué mejor que salir a cazar, pensé entre nebulosas.
Riéndote, me ofreciste tu campera gruesa de cuero y piel, pero me pareció más divertido salir semidesnuda, apenas cubierta con una manta gruesa y botas altas.
Tomé un vaso ancho y abrí el ventanal. El aire helado me pegó en la cara somnolienta y una felicidad fugaz me hizo sonreír y respirar profundo.
Salí a la nieve como un niño sale a jugar al parque.
Torpe, me arrodillé e intenté llenar el vaso de nieve fresca y blanca, pero los copos ya no eran tales, y se habían convertido en hielo.

El golpe rompió el vaso que se astilló en mis manos y me lastimó.

La sangre comenzó a llenar las líneas de mis palmas para luego caer, tímida en la nieve y teñirla lentamente de un rojo furioso.
Me quedé hipnotizada degustando ese momento, excitada por esa nieve roja y ese aire frío que condensaba el calor de mi espíritu.
Porque mi corazón galopaba agitado y se podía ver el vapor que emanaba mi cuerpo blanco.
Entonces, con mi garra lastimada, tomé toda la nieve que entraba en ella y corrí hasta donde estabas, sediento, esperando, y coloqué ese hielo en el vaso y lo llené de whisky y esperé tus besos reparadores que llegaron sin demora.

Supuse que te iba a gustar esa escena.
Supuse que te ibas a excitar como yo.
Supuse bien, ¿no?

martes, 22 de mayo de 2012

Nimiedades


Tal vez si alguien se hubiera fijado en ciertos detalles, no se habrían asombrado tanto.
Mara siempre se encargó de dejar señales, indicios, huellas.
Por ejemplo, de pequeña, solía rascarse las picaduras de mosquitos hasta que se forme una cáscara y luego las arrancaba para que la herida sangre.
Dejaba que la sangre forme un hilo descendente, hasta que coagulaba. Dos minutos tardaba en formarse una membrana sobre el líquido. Luego se endurecía y se descascaraba solo.
A Mara le gustaba mirar los caminos caprichosos que elegía su sangre para derramarse.
Era una mujer muy llamativa. De cabello oscuro y pesado, ojos inmensos y nariz con personalidad. Tenía sus delgados brazos llenos de cicatrices redondas y blanquecinas, consecuencia de varias mutilaciones, como le gustaba decir de manera dramática a su madre.
Pero nadie se fijaba en los brazos de Mara. Era muy bonita como para que alguien se detenga a mirar ese detalle.
Siempre tuvo relaciones malas y duraderas con los hombres.
Su familia pensaba que los demás eran los culpables de la eterna mala fortuna de la chica y no que ella era la hacedora.
Hombres egoístas, vividores, perversos, miserables… era un imán para una serie de tipejos que la dejaban con el estómago hecho trizas, el cuerpo flagelado y el espíritu en compota.
Leo, el último, no le había dado importancia a esa costumbre que tenía Mara de herir a pequeños animales y verlos morir. 
Una vez apareció un pájaro moribundo en el jardín. Ella se sentó esperando que muera. Se quedó mirando embobada, como quien mira el fuego, la manera en que el ave se retorcía, girando, aleteando hasta que se quedó quieta. Luego, esperó que lleguen las hormigas coloradas por el manjar fresco. Recién ahí se levantó, complacida.

Era una noche preciosa de verano y las chicharras cantaban, gritonas, en el parque verde.
Mara sintió deseos de estar acompañada, abrazada, contenida.
Y la golpeó un profundo desprecio por Leo, por su ausencia, en realidad. 
Igual, lo esperaba. Tarde, pero llegaría, con alguna estúpida excusa llegaría. Como siempre, llegaría.
Recordó lo mucho que le molestaba que él no la mire a los ojos cuando ella le hablaba o cómo la alteraba que en medio de un silencio, bufara por lo bajo o chasqueara la lengua entre los dientes en clara señal de desagrado por la situación. Porque a Leo lo enojaba casi cualquier situación, pensaba convencida Mara.
Cuando llegó el muchacho, ella preparó café y lo sirvió en la galería. Una taza grande para él, otra para ella.
Se sentaron uno frente a otro, en los sillones de madera de respaldo alto, apoyabrazos y suficiente espacio para un cuerpo robusto, herencia de la abuela y que la chica cuidaba con especial esmero.
De pronto Leo comenzó a tener espasmos. El cuerpo le temblaba como si estuviera tiritando de frío.
Asustado se paró, pero enseguida cayó al piso, doblado, agarrándose el estómago, temblando de manera incontrolable. Tendido en las baldosas, sacudía sus piernas y sus brazos como un insecto desesperado, mientras un líquido espumoso le comenzaba a salir por la boca.
Con los ojos desorbitados y llorosos, miraba a la chica, implorando ayuda, pero ella seguía sentada en su sillón, cruzada de piernas, con la taza de café en la mano, la cabeza levemente doblada hacia la izquierda y los ojos fijos observando la agonía.

Luego de dos horas, comenzaron a llegar algunos insectos nocturnos que sobrevolaban y se paraban en el cuerpo del chico. Después aparecieron las hormigas, cientos de ellas, que hicieron lo suyo. 
Ya no se escuchaban las chicharras.
Mientras se levantaba del sillón, Mara no podía dejar de pensar que temprano a la mañana tendría que lustrar los sillones con cera para sacar la mancha de café que ese inútil había derramado.


lunes, 23 de abril de 2012

Primer Amor

Roberto González tenía la sabiduría que te da la calle.
Nos conocimos de casualidad, cuando yo era muy niñita, como si nos hubiésemos buscado.
Una tarde calurosa de febrero, huyendo de ciertos pequeños vándalos que querían mojarme con bombitas de carnaval, me metí en un terreno semi baldío. Cuando los chicos entraron a buscarme para culminar la faena, salió González de la nada, ladrando como poseído, defendiéndome con uñas y dientes.
Y allí me enamoré. A partir de ese momento se convirtió en mi perro. 
Lo alimentaba, lo acariciaba, jugábamos y hasta le puse un collar azul que le quedaba precioso.
Cuando quería verlo, sólo debía chiflar y ahí aparecía González, moviendo la cola y escoltándome hasta donde yo quisiera ir.
Tenerlo era como una especie de enfrentamiento inocente y primario con mi padre, que además de no estar de acuerdo que alimente, cuide y acaricie a un perro callejero y pulgoso, no entendía que haya quebrado las reglas de la denominación perruna.

Los perros deben tener un nombre de dos sílabas. Coqui, Negro, Blanqui, Tobi…
- ¿Para qué?
- Para que no pierdas tiempo llamándolos. Además, el Gallego de la otra cuadra dice que te estás burlando de él cada vez que llamás a tu perro. 
- Papá, lo que pasa es que González no responde a otro nombre. Es lo mismo que a mi me llames Juanita. Probá, vas a ver como no te respondo.
- Bueno, cuando el perro te muerda, no vengas llorando.
- Roberto González jamás me mordería, papá. El me ama.

Y con esa sentencia, dábamos por terminada la discusión.

Un día, luego de unos años, González se enamoró.
Parece que se fue atrás de una perra muy linda.
Lo esperé durante muchos días, chiflando para que vuelva. Pero no.

¿Viste? Te lo dije. Los perros machos y callejeros son como los hombres- me avisó mi papá, con buenas intenciones y sin sutilezas.

Se podrán imaginar que no aprendí la lección.



viernes, 6 de abril de 2012

Conductas

Uno, dos, tres, cuatro…
Cinco, seis, siete, ocho…
Me angustia ver gotear una canilla.
Siento que se desperdicia vitalidad.

Uno, dos, tres, cuatro…
Cinco, seis, siete, ocho…
Un pié delante del otro.
Mantengo el ritmo al caminar.
Primero uno, después el otro.
Soy capaz de andar miles de vidas así.
Me concentro, no me caigo. Sigo la línea recta, me concentro, sí, me concentro y no me caigo, pero si no miro para delante…
Si sólo veo mis pies, no puedo seguirte y ya no sé para dónde estás yendo.
O tal vez me entretengo con mis pasos porque no quiero seguirte.
Te perdí.

Es eso, creo. Me aburrí de seguirte y me siento en cuclillas.
No, mejor como buda. Es más cómodo y de paso descanso las piernas.
Pero no me alcanza.
Estoy abatida.
Y me paro, me miro al espejo y me arreglo las plumas despeinadas.
Soy un pavo real con plumas de cotillón.
Eso pienso.
Eso creo.

Qué bueno que llegaste, que resistís mis embistes y mis embustes caprichosos, mis puñetazos infantiles, mis besos despiadados, mis manos huesudas, mis lengüetazos sinceros, mis mordidas desesperadas, mis besos encantados, mis gritos verdes y mis trampas más sutiles.
Necesitaba tu consuelo como una niña compungida.
Y hoy estoy tan cansada.

Llevame a la cama, dale.

Te prometo un mundo de mares y lunas llenas
.
Y si no cumplo, ya sabés como corregirme.





viernes, 23 de marzo de 2012

Otoño

Caminaba por la calle eligiendo las hojas más crujientes para pisar.
Prefería las amarillas medio amarronadas, enroscadas sobre ellas mismas. Como si supiera que esas iban a crujir más fuerte bajo mis zapatillas.
Claro que algunas me desilusionaban y la humedad que escondían las convertía en hojas silenciosas.
Supongo que creías que te estaba escuchando, porque no dejabas de hablar.
Lo hacías con ese tono tan odioso, medio de reto, medio de sermón.
Realmente, si tuviera que resumir en dos líneas lo que me dijiste no sabría hacerlo. Y eso que siempre fui buena resumiendo en el colegio.
El viento helado se ensañaba con mi cabello suelto y con las hojas caídas. Me despeinaba a mí. A ellas las amontonaba y las hacía bailar en las esquinas.
Hubiese preferido estar bailando en las esquinas, como esas hojas secas, antes que caminar automáticamente a tu lado.
Ya no te escucho. Pero a diferencia del estado anterior, tu voz comienza a molestarme. Casi de manera insoportable.
Necesito deshacerme de esa voz.
Veo un banco de plaza. Parece olvidado. O puesto de casualidad.
Pienso que el banco llegó allí por elección. Que decidió irse de donde estaba y se mudó de sitio. Me gusta pensar que el banco vino de lejos, que le costó tomar la decisión, pero que luego de varias luchas internas, eligió esa calle de Buenos Aires para vivir.
Si, se lo ve satisfecho, fuerte y seguro con su decisión.
Y tu voz… ¡Ay tu voz! Sigue sonando de fondo y no me deja escuchar las hojas que crujen bajo mis pies.
Decido separarme y dejarte ir con mi cáscara.
Allá va ella con vos. Qué linda pareja hacen. Hasta me animaría a decirte que ella sí te está escuchando.
Mientras, yo me siento en el banco amigable, en medio de la ciudad, en compañía del viento frío y las hojas que vinieron a bailar a mis pies.
Me anima respirar profundo en los días helados y que mis pulmones se llenen de ese aire.
Es lo más cercano a la pureza que puedo pretender un día como hoy.


sábado, 17 de marzo de 2012

Procedimiento

Debería conocer los pasos a esta altura, mi muy estimado. No corresponde que Usted haga las cosas de manera tan desprolija. Ahora, el trabajo será por partida doble. Vamos, deje de llorar, hombre. Eso tiene de perverso el arrepentimiento; sólo queda revolverse en la culpa o ser lo suficientemente sádico como para prescindir de ella. Pero veo que Usted no transita por ninguna de las dos alternativas.
Veremos de limpiar el sitio, por lo pronto.
Igual, no entiendo la saña. Con un corte limpio servía. Pero no. Tuvo que clavarle el cuchillo en el ombligo, empezar a cortar para abajo, en búsqueda del agujero real. Cortando, rasgando, desangrando. La abrió como un pescado, que hijo de puta.
Le sacó las tripas. Olía su sangre y le gustaba más todavía, ¿no?
Contame, che… te dije que dejes de llorar!! Dale, secate los mocos. No seas cobarde que bastante la cagaste ya. Contame, te decía, ¿Te excitó el olor a sangre cuando brotaba tibia y se te escurría por las manos... O te asustaste? Cómo? No ves que sos un maricón. ¿Llorabas? ¿Y para qué la mataste? Nunca voy a entender a los idiotas de tu calaña. ¿Sabés que? Bancate la cana. Limpiala vos. Pudrite por incapaz.
Así no mata la pasión. Que tiempos estos. Que devaluación, habrase visto.
Ya no existen verdaderos psicópatas del amor.  


jueves, 15 de marzo de 2012

No preguntes cómo llegué hasta aquí

Mil veces llego a lugares en donde despierto de mi ensueño y al mirar me doy cuenta que no hay manera de explicarme cómo llegué hasta ahí.

Entonces empiezo a caminar más derecha y decidida, deseando que nadie se haya dado cuenta que mi mente estaba a años luz de distancia.

Me dejo llevar por el torbellino de gente y miro a ambos lados, eliminando toda sospecha.

Y sigo.


Hay veces que pienso que llegaré a una casa que no conozco, besaré a un niño que no es mio y al acostarme tendré sexo tranquilo con un extraño.


Por suerte, siempre aparece un unicornio que me devuelve a la realidad.

martes, 21 de febrero de 2012

Destiempos

Y de pronto, transparentes.
No existe la búsqueda.
Nunca existió.
Desde el principio fuimos juntos.
El génesis con vos. El fin con vos.
Por eso no es espera,
por eso no es tiempo lo que vivo
(sin tu presencia)
es sólo el preámbulo.

Cuando nos encontremos de nuevo,
allá, como siempre, otra vez,
estaré dispuesta, ansiosa,
deseando volver a verte
(ahora si con mis ojos)
creándome para sentirte
(ahora si con mi cuerpo)
muriendo para nacer, como antes.



lunes, 6 de febrero de 2012

Cuento I. Ocho anécdotas

Ocurrió una mañana de verano, en un barrio de la costa de la ciudad. Un hombre chico y enjuto y muy viejo -un viejito de los de antes, de esos que ya no vienen- vacilaba sin atreverse a la aventura de cruzar una calle ancha y de mucho tránsito. Un joven se le aproximó:

- ¿Quiere que lo acompañe, Don?
El viejito -sombrero de paja negro; pesado, nudoso bastón demasiado grande para él; lentes de armazón metálica y cristales como de catalejo; modestísimo y pulcrísimo traje claro que no prescindía del chaleco con su reluciente cadena que vinculaba, es de suponer, una moneda en desuso y un reloj de dos tapas- aceptó:

- Pues si - con un acento que un español muy probablemente hubiera reconocido como madrileño.
El joven tomó del brazo al viejito y ambos emprendieron a cruzar la calle. Llegados a puerto en la vereda que había sido la de enfrente, la endeble y agradecida voz casi seguramente madrileña dijo con dulzura, sin broma o sombra de broma alguna, muy sincera:

- Que el Señor te lo pague, hijo mio, con una novia bien puta.


Mario Arregui

miércoles, 25 de enero de 2012

Fantasmas

Por culpa del sol que me daba en la cara, mis ojos maquillados se entrecerraban, espiando por obligación.
Hacía rato que no me detenía a escuchar los ruidos de la calle. Me gusta cuando el sopor de la siesta los hace alejar, como si fueran una ilusión sonora.
Ecos, ecos…
En ese momento siento que mi cuerpo se aleja, que se va por un rato.
Que vuela hasta allá, como un ave (¿Qué pájaro te gustaría que sea? Nunca me lo dijiste…) Y así, con alma de ave y cuerpo de hada me quedo cerca tuyo, cuidándote, lamiendo las heridas, en silencio.
Lo mejor y más disfrutable es que ni siquiera sospechás que estuve con vos.
Me levanto, agarro mis cosas y me voy.

Después vuelvo, ¿si?