PORQUE TODOS TENEMOS ANTOJOS

martes, 22 de mayo de 2012

Nimiedades


Tal vez si alguien se hubiera fijado en ciertos detalles, no se habrían asombrado tanto.
Mara siempre se encargó de dejar señales, indicios, huellas.
Por ejemplo, de pequeña, solía rascarse las picaduras de mosquitos hasta que se forme una cáscara y luego las arrancaba para que la herida sangre.
Dejaba que la sangre forme un hilo descendente, hasta que coagulaba. Dos minutos tardaba en formarse una membrana sobre el líquido. Luego se endurecía y se descascaraba solo.
A Mara le gustaba mirar los caminos caprichosos que elegía su sangre para derramarse.
Era una mujer muy llamativa. De cabello oscuro y pesado, ojos inmensos y nariz con personalidad. Tenía sus delgados brazos llenos de cicatrices redondas y blanquecinas, consecuencia de varias mutilaciones, como le gustaba decir de manera dramática a su madre.
Pero nadie se fijaba en los brazos de Mara. Era muy bonita como para que alguien se detenga a mirar ese detalle.
Siempre tuvo relaciones malas y duraderas con los hombres.
Su familia pensaba que los demás eran los culpables de la eterna mala fortuna de la chica y no que ella era la hacedora.
Hombres egoístas, vividores, perversos, miserables… era un imán para una serie de tipejos que la dejaban con el estómago hecho trizas, el cuerpo flagelado y el espíritu en compota.
Leo, el último, no le había dado importancia a esa costumbre que tenía Mara de herir a pequeños animales y verlos morir. 
Una vez apareció un pájaro moribundo en el jardín. Ella se sentó esperando que muera. Se quedó mirando embobada, como quien mira el fuego, la manera en que el ave se retorcía, girando, aleteando hasta que se quedó quieta. Luego, esperó que lleguen las hormigas coloradas por el manjar fresco. Recién ahí se levantó, complacida.

Era una noche preciosa de verano y las chicharras cantaban, gritonas, en el parque verde.
Mara sintió deseos de estar acompañada, abrazada, contenida.
Y la golpeó un profundo desprecio por Leo, por su ausencia, en realidad. 
Igual, lo esperaba. Tarde, pero llegaría, con alguna estúpida excusa llegaría. Como siempre, llegaría.
Recordó lo mucho que le molestaba que él no la mire a los ojos cuando ella le hablaba o cómo la alteraba que en medio de un silencio, bufara por lo bajo o chasqueara la lengua entre los dientes en clara señal de desagrado por la situación. Porque a Leo lo enojaba casi cualquier situación, pensaba convencida Mara.
Cuando llegó el muchacho, ella preparó café y lo sirvió en la galería. Una taza grande para él, otra para ella.
Se sentaron uno frente a otro, en los sillones de madera de respaldo alto, apoyabrazos y suficiente espacio para un cuerpo robusto, herencia de la abuela y que la chica cuidaba con especial esmero.
De pronto Leo comenzó a tener espasmos. El cuerpo le temblaba como si estuviera tiritando de frío.
Asustado se paró, pero enseguida cayó al piso, doblado, agarrándose el estómago, temblando de manera incontrolable. Tendido en las baldosas, sacudía sus piernas y sus brazos como un insecto desesperado, mientras un líquido espumoso le comenzaba a salir por la boca.
Con los ojos desorbitados y llorosos, miraba a la chica, implorando ayuda, pero ella seguía sentada en su sillón, cruzada de piernas, con la taza de café en la mano, la cabeza levemente doblada hacia la izquierda y los ojos fijos observando la agonía.

Luego de dos horas, comenzaron a llegar algunos insectos nocturnos que sobrevolaban y se paraban en el cuerpo del chico. Después aparecieron las hormigas, cientos de ellas, que hicieron lo suyo. 
Ya no se escuchaban las chicharras.
Mientras se levantaba del sillón, Mara no podía dejar de pensar que temprano a la mañana tendría que lustrar los sillones con cera para sacar la mancha de café que ese inútil había derramado.