Caminaba por la calle eligiendo las hojas más crujientes para pisar.
Prefería las amarillas medio amarronadas, enroscadas sobre ellas mismas. Como si supiera que esas iban a crujir más fuerte bajo mis zapatillas.
Claro que algunas me desilusionaban y la humedad que escondían las convertía en hojas silenciosas.
Supongo que creías que te estaba escuchando, porque no dejabas de hablar.
Lo hacías con ese tono tan odioso, medio de reto, medio de sermón.
Realmente, si tuviera que resumir en dos líneas lo que me dijiste no sabría hacerlo. Y eso que siempre fui buena resumiendo en el colegio.
Prefería las amarillas medio amarronadas, enroscadas sobre ellas mismas. Como si supiera que esas iban a crujir más fuerte bajo mis zapatillas.
Claro que algunas me desilusionaban y la humedad que escondían las convertía en hojas silenciosas.
Supongo que creías que te estaba escuchando, porque no dejabas de hablar.
Lo hacías con ese tono tan odioso, medio de reto, medio de sermón.
Realmente, si tuviera que resumir en dos líneas lo que me dijiste no sabría hacerlo. Y eso que siempre fui buena resumiendo en el colegio.
El viento helado se ensañaba con mi cabello suelto y con las hojas caídas. Me despeinaba a mí. A ellas las amontonaba y las hacía bailar en las esquinas.
Hubiese preferido estar bailando en las esquinas, como esas hojas secas, antes que caminar automáticamente a tu lado.
Ya no te escucho. Pero a diferencia del estado anterior, tu voz comienza a molestarme. Casi de manera insoportable.
Necesito deshacerme de esa voz.
Veo un banco de plaza. Parece olvidado. O puesto de casualidad.
Pienso que el banco llegó allí por elección. Que decidió irse de donde estaba y se mudó de sitio. Me gusta pensar que el banco vino de lejos, que le costó tomar la decisión, pero que luego de varias luchas internas, eligió esa calle de Buenos Aires para vivir.
Si, se lo ve satisfecho, fuerte y seguro con su decisión.
Y tu voz… ¡Ay tu voz! Sigue sonando de fondo y no me deja escuchar las hojas que crujen bajo mis pies.
Decido separarme y dejarte ir con mi cáscara.
Allá va ella con vos. Qué linda pareja hacen. Hasta me animaría a decirte que ella sí te está escuchando.
Mientras, yo me siento en el banco amigable, en medio de la ciudad, en compañía del viento frío y las hojas que vinieron a bailar a mis pies.
Me anima respirar profundo en los días helados y que mis pulmones se llenen de ese aire.
Es lo más cercano a la pureza que puedo pretender un día como hoy.
Hubiese preferido estar bailando en las esquinas, como esas hojas secas, antes que caminar automáticamente a tu lado.
Ya no te escucho. Pero a diferencia del estado anterior, tu voz comienza a molestarme. Casi de manera insoportable.
Necesito deshacerme de esa voz.
Veo un banco de plaza. Parece olvidado. O puesto de casualidad.
Pienso que el banco llegó allí por elección. Que decidió irse de donde estaba y se mudó de sitio. Me gusta pensar que el banco vino de lejos, que le costó tomar la decisión, pero que luego de varias luchas internas, eligió esa calle de Buenos Aires para vivir.
Si, se lo ve satisfecho, fuerte y seguro con su decisión.
Y tu voz… ¡Ay tu voz! Sigue sonando de fondo y no me deja escuchar las hojas que crujen bajo mis pies.
Decido separarme y dejarte ir con mi cáscara.
Allá va ella con vos. Qué linda pareja hacen. Hasta me animaría a decirte que ella sí te está escuchando.
Mientras, yo me siento en el banco amigable, en medio de la ciudad, en compañía del viento frío y las hojas que vinieron a bailar a mis pies.
Me anima respirar profundo en los días helados y que mis pulmones se llenen de ese aire.
Es lo más cercano a la pureza que puedo pretender un día como hoy.