"Breve licor con una gota de mi eterna sangre,
para que me lleves siempre por dentro.
Cálida, fría, quemante, amante".
Con mucho y fresco hielo.
Claro que la urgencia no me dejó ir hasta la heladera.
Qué mejor que salir a cazar, pensé entre nebulosas.
Riéndote, me ofreciste tu campera gruesa de cuero y piel, pero me pareció más divertido salir semidesnuda, apenas cubierta con una manta gruesa y botas altas.
Tomé un vaso ancho y abrí el ventanal. El aire helado me pegó en la cara somnolienta y una felicidad fugaz me hizo sonreír y respirar profundo.
Salí a la nieve como un niño sale a jugar al parque.
Torpe, me arrodillé e intenté llenar el vaso de nieve fresca y blanca, pero los copos ya no eran tales, y se habían convertido en hielo.
El golpe rompió el vaso que se astilló en mis manos y me lastimó.
La sangre comenzó a llenar las líneas de mis palmas para luego caer, tímida en la nieve y teñirla lentamente de un rojo furioso.
Me quedé hipnotizada degustando ese momento, excitada por esa nieve roja y ese aire frío que condensaba el calor de mi espíritu.
Porque mi corazón galopaba agitado y se podía ver el vapor que emanaba mi cuerpo blanco.
Entonces, con mi garra lastimada, tomé toda la nieve que entraba en ella y corrí hasta donde estabas, sediento, esperando, y coloqué ese hielo en el vaso y lo llené de whisky y esperé tus besos reparadores que llegaron sin demora.
Supuse que te iba a gustar esa escena.
Supuse que te ibas a excitar como yo.
Supuse bien, ¿no?